domingo, 4 de noviembre de 2018

NAVIDAD

NAVIDAD: No sé en qué parte del camino fui dejándo abandonado el árbol de navidad, las luces, los aguinaldos, las natillas,  los buñuelos, los añosviejos  y todo lo significativo de este mes  que alguna vez fue importante para mí. Lo cierto es que entre una tragedia y otra,  la navidad perdió el sentido al darme cuenta que al final de la fiesta y el jolgorio todo seguía igual. 
Esta noche  la nostalgia me ha sorprendido revisando las viejas fotos del álbum familiar,  vinieron a mi memoria aquellos días en casa de la abuela Nena Salas, nuestra matriarca y el centro de nuestro maravilloso mundo en aquellos días que hoy parecen tan lejanos.  Durante  años  mi familia y yo contábamos los meses, días y  horas para la llegada de la navidad;  emocionados como niños, desde diferentes ciudades y países,  hacíamos maletas para confluir en la vieja  casona de la abuela frente al parque de la virgencita del barrio el Carmen de Valledupar. Una vez allí  todo era risas y locura, en medio de ese encuentro se olvidaban las diferencias de edad o de estatus, ni  ricos ni pobres,  ni grandes ni chicos, solo éramos la pintoresca, mágica, plurietnica-cultural y musical familia Salas, de los Salas de El Plan Guajira. 
Durante 10 días todo era una aventura, cada día un momento inolvidable  dentro de aquella casa. Por alguna extraña razón o porque sentiamos que el tiempo no  iba a alcanzarnos, todos  despertábamos muy temprano con los primeros rayos del sol,  a la par  de cualquier extraño  animal que sin saber como, apareciera amarrado  en el patio de la abuela: chiquiro, gallos,  gallinas, patos,  varios  gatos, un perro bravo de ojos amarillos,  loros,  canarios, palomas, iguanas, ardillas, un mico mimado  y una morrocoya  que cada mañana atravesaba el patio para detenerse debajo de una gotera durante una hora.
El olor a café y plátanos asados nos reunía alrededor del árbol de almendras en el patio de la abuela;  las tias con sus mantas  y  hermosos turbantes de un lado, los tíos y primos sentados del otro lado, cada uno  con una hoja del periódico simulando leer mientras sucumbian bajo el extraño embrujo de las piernas peludas de la empleada del servicio. En medio de estos dos pintorescos  bandos... nosotros,  los jóvenes y chiquis, escuchando extasiados las historias de aventuras y conquistas de los mayores, imaginando cada lugar, cada olor, cada sabor, cada emoción.
Imposible hablar de algo sin reír a carcajadas, llorar de la risa hasta mas no poder; debe ser por eso que la risa vive y sobrevive en mi alma y en mis labios.  No podía  faltar la recitada colectiva de  la miseria humana, el seminarista de los ojos verdes, Casilda en los infiernos y  otros poemas malditos que describían  los aconteceres de otras épocas y espacios; de esa manera se daba a nosotros la trasmisión oral de nuestra  cultura.  En esa tertulia macondiana eran infaltables los temas de magia y  ciencias ocultas, una verdadera pasión familiar, la interpretación de los sueños,la  invocación de  espíritus inquietos, las lecturas de la suerte en el café,  el tarot, en los cigarrillos y hasta en la caparazón de la morrocoya acalorada a la que nunca le pusimos nombre. Todo bajo la mirada dura de desaprobación de la abuela quien desde hacía muchos años se había convertido al cristianismo.
Afortunadamente nadie prestaba atención a sus bembeos y torcidas de ojos, porque  entre una tertulia matutina y otra pude conocer algunos sortilegios, solo me faltó aprender a volar en escoba, aunque lo intenté alguna vez desde la pared del patio de mi casa, lo cual me trajo más tarde problemas de columna, pero esa es otra historia. 
Por fin llegaba la esperada noche, comidas, bebidas, música, sonrisas y regalos para todos y todas. La tía Ana o Anita como todos le decían cariñosamente, era nuestro mamá Noel. No había nadie que quedará sin recibir un regalo de Navidad, uno podía notar el cariño desde  la forma tan delicada  del empaque, hasta en  el detalle  mismo, su enorme sonrisa y ese abrazo cálido  que nos envolvía en su perfume;   realmente ella era la navidad y el alma de esos años.
La fiesta ... aquello era como una gran pasarela de alta, media  y baja costura; la idea era lucir mas lentejuelas, sedas y  brillantinas que los demás; y claro, todo ello complementado con los peinados más estrambóticos recargados de gel y laca;. Ni que decir del desfile de  joyas, desde las más caras y excéntricas como los cadenones de medio kilo de oro del tío Manuel, hasta los sofisticados juegos de joyas de la tía Ana. Vale mencionar las cadenas y  relojones de oro golfi del tío José y el tío Francisco, los 2  eternos  playboys de la familia, con unos gustos por las mujeres verdaderamente preocupante o aberrante,  como que entre mas bigotonas y bastantonas mejor, mujeres que  perfectamente podrían haber servido de molde  para las estatuas de cera del museo del horror. 
La gran cena... era un despliegue de diversidad culinaria, y como todo en la familia, nos íbamos de un extremo al otro, desde los finísimos quesos y jamones ahumados made in Colombia, hasta lo mas autóctono de nuestra cultura chibchombiana:  tiras de bofe tostado, bollo limpio, arroz de pollo, chinchurria frita con patacon, asadura de cerdo, iguana guisada, sancocho de morrocoyo, trifásico, de gallina, de pato y de cualquier animal al alcance de mi  abuela. Siempre nos cuidábamos de que no desapareciera algún gato, porque con ella todo era posible.
De bebidas ni hablar,   desde las emblematicamente costeñas botellas de  Old Parr, vinos, champañas, cervezas, rones, aguardientes, hasta las chicha fermentada de piñas, refajos y jugo de tamarindo.   En fin, demasiados preparativos para pasar en solo una noche de la elegancia y el glamour a la borrachera  y la vomitata colectiva en el callejón de la casa. 
Mis hermanas, tíos y tías, primos y primas, vecinos y amigos de toda la vida como Yayo y Abelino,  y como si no hubiéramos suficiente... uno que otro colado que lograba filtrarse a los ojos fieros de la abuela.
Mas temprano que tarde todos sucumbían bajo los efectos del alcohol; el  show  no se hacían esperar, antes de la media noche más de uno estaba desplegando sus dotes de bailarín de cualquier ritmo,  algunos muy originales por cierto (los primeros eramos mi primo niño y yo). No podía faltar las cantadas de vallenato,  comenzaba el tío José deleitándonos con sus hermosas composiciones dignas de un Diomedes Días, lo malo era que después de una hora de concierto no había forma de callarlo. Luego seguía  el primo Papi, un terrible y frustrado cantante  vallenato con un pedazo de acordeón, y esto lo digo literalmente, no para hacer alusión a la canción.  En fin, su concierto amenazaba con mandarnos a todos a dormir, así que poco a poco íbamos abandonando la terraza para  escapar hacia el patio  o viceversa. Al final el Papi cerraba su concierto  con los valientes que se quedaban a acompañarlo mas por solidaridad o borrachera que por admiración. De esos no podía faltar Rubi, una celosa cachaca obsesionada de amor por mi primo. Como toda borrachera navideña que se respete, no faltaba el intercambio de  abrazos, de besos, de elogios, de promesas que nunca se cumplirían,  de te quieros y perdones de una sola noche; al final. Todos terminábamos untados de una extraña mezcla de baba, sudor y perfume pero felices como si fuera siempre la primera y ultima  vez. 
Ya en la madrugada inventábamos irnos al río a mojar la borrachera, no se aun como podíamos acomodarnos todos  en un solo carro, lo cierto era que terminabamos todos y todas en un amasijo de locos felices que no se cambiaban por nadie. Ya en el río nos despojábamos de la poca elegancia que aun nos quedaba, lo normal era que perdiéramos  entre las aguas del Guatapuri algunas lentejuelas, accesorios, zapatos, pestañas postizas, medias veladas  y hasta la dignidad en el mejor y más sano de los sentidos; nunca recordábamos como y cuando regresábamos a casa. 
Al amanecer de un nuevo día, el infaltable guayabo pasado de cerveza, de sancocho de algún animal al alcance de la abuela, los pasteles olorosos a vinagre hecho en casa, mas risa, mas música, mas juegos, mas  locuras de niños eternos, sin presentir que la muerte nos tocaría una y otra vez hasta extinguir la magia  de esos días que hoy parecen tan lejanosl.
Los extraño a la distancia,  ojala   logremos encontrar a tiempo el camino de regreso, esta vez no para despedir a uno de los nuestros sino  para celebrar la vida, para conocer a las nuevas generaciones que heredarán nuestras tradiciones, los  haceres y  saberes de nuestros ancestros, para perpetuar por siempre nuestra identidad, nuestra  alegría e infantil locura.  (A mi inolvidable abuela Nena, a mi tía-mamá Anita, a Rosa, a Victoria, a Lucho, a Gustavo, a Manuela y a todos aquellos que se quedaron en el camino; a mi madre que en su vejez ha aprendido a ser niña,   y aquellos que a la distancia aun considero míos, en especial a mi tío-papá Melkiades Salas a quien temo perder hoy más que nunca)


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