sábado, 6 de mayo de 2023

EL COCO BAJO MI CAMA TIENE 4 PATAS POR BANI AMAYA SALAS

EL COCO BAJO MI CAMA TIENE 4 PATAS POR BANI AMAYA SALAS.

El coco bajo mi cama en aquellos lejanos días de infancia tiene 4 patas. Y digo tiene porque aún vive en algún rincón oscuro de mi mente, aunque realmente habitaba en el traspatio de la inmensa casa familiar donde transcurrió mi infancia. Y digo bajo mi cama, porque desde allí susurraban mis miedos, desde allí emergía el sonido de sus pasos hacia mí, desde allí emanaba su hedor a pus, a orines, a aliento amargo, a sudor. Y digo patas para simbolizar lo que significaba para mi aquel hombre viejo de 4 piernas: Su tercera pierna era un bastón grasiento en el que se apoyaba para arrastrar la fetidez de una pierna ulcerosa y purulenta. Su cuarta pierna, aunque inmensa en mis recuerdos, era su pene flácido y arrugado que persiguió mi inocencia para contaminarla de su maldad.  

Si… una vez se apagaban las luces,  debajo de mi cama cobraba vida un submundo oscuro y frío del cual emergían duendes, brujas, diablos y monstruos que me despertaban entre gritos de terror nocturno. Ninguna oración, ninguna explicación o regaño lograba exorcizarlos, por el contrario, en mi imaginación los magnificaba con poderes malignos. Como en las casas de esa época, el sanitario y la ducha estaban ubicados en el patio, al lado de los cuales estaba la habitación de un hombre al que alguna vez llamé abuelo. Padecía de una ulcera en su pierna derecha producto de una caída a caballo o algo así. Por su avanzada edad vivía en nuestra casa familiar bajo el cuidado de mis padres y las empleadas del servicio. Un viejo de paso lento y tembloroso, con una habilidad para olfatearnos y percibir nuestra presencia en los alrededores de nuestro patio. Un viejo tembleque lo suficientemente astuto para saltar de su cama en el menor tiempo posible y tratar de atraparnos a la salida del sanitario o la ducha. Lo suficientemente ágil a pesar de su artritis para sacar de un solo intento su pene arrugado y flácido, que frotaba con sus dedos temblorosos al compás de su lengua de serpiente, la cual exhibía como una prolongación de esa tripa asquerosa con la cual contaminó para siempre nuestra inocencia.

Bañarnos o hacer una necesidad se convirtió en el desafío de cada mañana, de cada tarde, de cada noche, de cada día, de cada mes, de cada año, de cada navidad, de cada cumpleaños... Oriné la cama hasta los 9 años, incluso media hora después de apagar las luces, porque siempre era más fácil asumir los castigos de mamá que enfrentar al coco al otro lado de la pared.

El coco solía subirse a un balde metálico para observarnos en la ducha. Aprendí a contar el tiempo para evitar sus ojos de serpiente sobre mí desnudez. En esa carrera por la vida a duras penas podía tomar el baño de la avioneta: "las dos aletas y el motor". Bañarme era un acto simbólico, las burlas en la escuela por mi cuello curtido, cabello grasiento y sobacos olorosos era mi día a día. Mamá trabajaba demasiado, papá vivía sumido en su tristeza, así que nunca lo hablamos hasta que fue demasiado tarde en la vida... En nuestra adultez.

Ganarle la carrera al abuelo era aguantar al maximo el popó, ir al sanitario sin calzon, dos pujos fuertes, medio limpiar, bajar el vestido y correr hacia la seguridad de nuestra casa. Diré con orgullo que siempre le ganamos esa carrera. Pero aunque no pudiese alcanzarnos y no nos permitíesemos mirarlo, la certeza de su pene al aire, su lengua de serpiente, su mirada felina, su olor, su agitación, causaron un daño irreparable a nuestra niñez. Con los años el estreñimiento o la cistitis fueron mis mejores estrategias de supervivencia. Con los años se convirtió en un acto inconsciente: retener las heces, la orina, el dolor, las emociones, los miedos, la tristeza, la rabia… “la verdad”.  El silencio hizo lo suyo y el coco pudo quedarse demasiado tiempo en nuestras vidas.

Mi madre solía ducharse a las 3.30 am, mientras el abuelo dormía. Una tarde por alguna razón que no recuerdo, puso en pausa sus largas jornadas de trabajo para tomar un baño. Sintió el ruido metálico y lo supo… una mirada a la pequeña ventana sobre su cabeza y allí estaba nuestro monstruo de ojos felinos y lengua de serpiente. Ella, una mujer de armas tomar,  lo lanzó patas pa’arriba de un cubetazo de agua fría, con un regaño de esos que golpean el alma. Por fin un poco de justicia, era la oportunidad de decirle lo que teníamos que vivir a diario, pero ella también era otro monstruo bajo la cama, siempre irritable, estresada, distante, presta al castigo físico y los regaños, le faltaba dulzura y a nosotras coraje o confianza, así que callamos.

Un día mi padre se fue de casa y unos meses después también el abuelo. Se fue llorando, rogando por permanecer con nosotras, pero era demasiada carga un suegro enfermo con el vicio de salir por el callejón para acosar a las vecinas y vigilar nuestras idas al sanitario. Se fue a vivir con nuestro padre, en menos de un año anunciaron su muerte. No hubo llanto, no recuerdo ninguna emoción o sentimiento, salió de nuestra vida mas no de nuestros recuerdos. Aún es difícil a mis 55 años mirar bajo la cama, no hay miedo, ni rabia, ni tristeza,  él ya no está, pero no quisiera encontrar allí a la niña que fui anclada a su silencio.

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