domingo, 7 de mayo de 2023

UN VIOLADOR EN MI CAMINO:

 Cesario Correa, un violador en los caminos de mi niñez. Un cachaco, vecino de casa, padre de mis amigas de infancia, respetable hombre de familia y de negocios. Yo, una niña timida, suficientemente vulnerable, asustadiza y silenciada por la rigurosidad del metodo de crianza propio de la epoca. Una tarde sus hijas me invitarón a una fiesta de cumpleaños en casa de un familiar; contra todo pronóstico, mi celosa madre sintió confianza y dió el permiso. Me fui con ellos envuelta en mi mejor vestido, con la emoción de un ave enjaulada puesta en libertad; fue divertido hasta que se hizo tarde y tuvimos que regresar. Subimos todos a un viejo carro, él estaba ebrio, su esposa se sentó adelante y yo entre él y sus hijas en la silla de atrás. Muy pronto en la oscuridad, puso su mano asquerosamente bajo mi vestido. No tuve el valor para mirarlo, pero me di cuenta que se hacía el dormido. En un momento pretendió llevar mi mano hacia su pene, pero yo estaba rígida, petrificada por el miedo; entonces resignado volvió a tocar bajo mi vestido... dolía una eternidad, durante esa media hora pensé que mi corazón estallaría, su olor a alcohol se convirtió en una fobia que me hizo temblar y vomitar hasta los primeros años de adolescencia... Callé, pero nunca volví a jugar a las muñecas con sus hijas ni volví a sentarme frente a su casa, se volvió rutina despertar a gritos en medio de la noche. ¿Pude protestar, pude detenerlo, pude pedir ayuda a su esposa o a sus pequeñas hijas que dormían a mi derecha? Pero no tuve el coraje, tenía 8 años y el tal vez 40, solo resistí hasta que el carro se detuvo y corrí a casa. Esa fue la primera de muchas noches que mojé la cama por temor a la oscuridad. 30 años despues supe que "él" estaba en prisión por el acceso carnal a una niña de 5 años, hija de su empleada doméstica. Aún hoy pienso que sí hubiese tenido la confianza de contarselo a mi madre, la historia fuese diferente y no habría otra víctima... Pero eran otras épocas, sentí que me culparían o que nadie me creería, o tal vez no hubiese pasado nada, porque el abuso era algo vergonzoso que las familias ocultaban al resto del mundo. Guardé silencio hasta hace unos días cuando mi hermana y yo de manera espontánea desentrañamos esos rincones oscuros de nuestra infancia... Oh sorpresa. Pero este fue solo el comienzo de una serie de situaciones de abuso que viví en mi niñez y pubertad, mientras mi madre trabajaba incansablemente para darnos una vida con mejores oportunidades y una buena educación. En pocas palabras, se mató trabajando para darnos la vida que nunca tuvo, sin sospechar jamás el horror que vivíamos a unos metros de su negocio, convencida que las empleadas domésticas nos cuidaban lo suficiente. Pero la ausencia de mi padre, la presencia de otras personas en la casa, el estilo de crianza represivo, la escasa comunicación, la desgracia de ser mujer para esos años... Facilitaron las condiciones para una tormenta perfecta. Que difícil es aun ser mujer, pero lo soy con todo lo que ello significa, aunque decidí desde mi pubertad no ser madre, pienso que lo vivido fue el motor de impulso para llegar hasta aquí, me dio el motivo y el coraje que necesité para escuchar a otras pequeñas víctimas y ser su voz desde las instancias judiciales. En los primeros años de mi profesión, muchas veces lloré hasta el amanecer antes de cada entrevista forense; en más de una ocasión, para no mostrar mis emociones tuve que aferrarme a la silla mientras escuchaba sus relatos del abuso, luego en las noches sus historias se revivian en mis pesadillas. Hasta que me sentí físicamente enferma y supe que debía detenerme y continuar mi lucha contra el abuso infantil de manera diferente. Comprendí que trabajar en la prevención era la mejor forma de resiliencia, la tranquilidad de saber que otros niños y niñas tendrían los recursos para expresarse, para identificar situaciones de abuso y reaccionar. Mis viajes, mi tour chibchombiano ha sido mi terapia contra el Burn out, la naturaleza y el arte representan ese lugar seguro en el que puedo sentirme libre. 
No juzgues si no lo has vivido, en muchos lugares, en muchos hogares existen seres que reaccionan negativamente ante la certeza de la existencia de una vagina, aún si es de una niña. Y estoy segura que esos mismos seres siniestros han abusado también de niños, pero de eso nadie habla por temor a poner en duda la virilidad de la víctima. Si solo se diesen a la tarea de preguntar a las mujeres y a otros hombres sobre situaciones de abuso infantil, comprendería porque hoy alzamos la voz... vivir para contarlo.

sábado, 6 de mayo de 2023

EL COCO BAJO MI CAMA TIENE 4 PATAS POR BANI AMAYA SALAS

EL COCO BAJO MI CAMA TIENE 4 PATAS POR BANI AMAYA SALAS.

El coco bajo mi cama en aquellos lejanos días de infancia tiene 4 patas. Y digo tiene porque aún vive en algún rincón oscuro de mi mente, aunque realmente habitaba en el traspatio de la inmensa casa familiar donde transcurrió mi infancia. Y digo bajo mi cama, porque desde allí susurraban mis miedos, desde allí emergía el sonido de sus pasos hacia mí, desde allí emanaba su hedor a pus, a orines, a aliento amargo, a sudor. Y digo patas para simbolizar lo que significaba para mi aquel hombre viejo de 4 piernas: Su tercera pierna era un bastón grasiento en el que se apoyaba para arrastrar la fetidez de una pierna ulcerosa y purulenta. Su cuarta pierna, aunque inmensa en mis recuerdos, era su pene flácido y arrugado que persiguió mi inocencia para contaminarla de su maldad.  

Si… una vez se apagaban las luces,  debajo de mi cama cobraba vida un submundo oscuro y frío del cual emergían duendes, brujas, diablos y monstruos que me despertaban entre gritos de terror nocturno. Ninguna oración, ninguna explicación o regaño lograba exorcizarlos, por el contrario, en mi imaginación los magnificaba con poderes malignos. Como en las casas de esa época, el sanitario y la ducha estaban ubicados en el patio, al lado de los cuales estaba la habitación de un hombre al que alguna vez llamé abuelo. Padecía de una ulcera en su pierna derecha producto de una caída a caballo o algo así. Por su avanzada edad vivía en nuestra casa familiar bajo el cuidado de mis padres y las empleadas del servicio. Un viejo de paso lento y tembloroso, con una habilidad para olfatearnos y percibir nuestra presencia en los alrededores de nuestro patio. Un viejo tembleque lo suficientemente astuto para saltar de su cama en el menor tiempo posible y tratar de atraparnos a la salida del sanitario o la ducha. Lo suficientemente ágil a pesar de su artritis para sacar de un solo intento su pene arrugado y flácido, que frotaba con sus dedos temblorosos al compás de su lengua de serpiente, la cual exhibía como una prolongación de esa tripa asquerosa con la cual contaminó para siempre nuestra inocencia.

Bañarnos o hacer una necesidad se convirtió en el desafío de cada mañana, de cada tarde, de cada noche, de cada día, de cada mes, de cada año, de cada navidad, de cada cumpleaños... Oriné la cama hasta los 9 años, incluso media hora después de apagar las luces, porque siempre era más fácil asumir los castigos de mamá que enfrentar al coco al otro lado de la pared.

El coco solía subirse a un balde metálico para observarnos en la ducha. Aprendí a contar el tiempo para evitar sus ojos de serpiente sobre mí desnudez. En esa carrera por la vida a duras penas podía tomar el baño de la avioneta: "las dos aletas y el motor". Bañarme era un acto simbólico, las burlas en la escuela por mi cuello curtido, cabello grasiento y sobacos olorosos era mi día a día. Mamá trabajaba demasiado, papá vivía sumido en su tristeza, así que nunca lo hablamos hasta que fue demasiado tarde en la vida... En nuestra adultez.

Ganarle la carrera al abuelo era aguantar al maximo el popó, ir al sanitario sin calzon, dos pujos fuertes, medio limpiar, bajar el vestido y correr hacia la seguridad de nuestra casa. Diré con orgullo que siempre le ganamos esa carrera. Pero aunque no pudiese alcanzarnos y no nos permitíesemos mirarlo, la certeza de su pene al aire, su lengua de serpiente, su mirada felina, su olor, su agitación, causaron un daño irreparable a nuestra niñez. Con los años el estreñimiento o la cistitis fueron mis mejores estrategias de supervivencia. Con los años se convirtió en un acto inconsciente: retener las heces, la orina, el dolor, las emociones, los miedos, la tristeza, la rabia… “la verdad”.  El silencio hizo lo suyo y el coco pudo quedarse demasiado tiempo en nuestras vidas.

Mi madre solía ducharse a las 3.30 am, mientras el abuelo dormía. Una tarde por alguna razón que no recuerdo, puso en pausa sus largas jornadas de trabajo para tomar un baño. Sintió el ruido metálico y lo supo… una mirada a la pequeña ventana sobre su cabeza y allí estaba nuestro monstruo de ojos felinos y lengua de serpiente. Ella, una mujer de armas tomar,  lo lanzó patas pa’arriba de un cubetazo de agua fría, con un regaño de esos que golpean el alma. Por fin un poco de justicia, era la oportunidad de decirle lo que teníamos que vivir a diario, pero ella también era otro monstruo bajo la cama, siempre irritable, estresada, distante, presta al castigo físico y los regaños, le faltaba dulzura y a nosotras coraje o confianza, así que callamos.

Un día mi padre se fue de casa y unos meses después también el abuelo. Se fue llorando, rogando por permanecer con nosotras, pero era demasiada carga un suegro enfermo con el vicio de salir por el callejón para acosar a las vecinas y vigilar nuestras idas al sanitario. Se fue a vivir con nuestro padre, en menos de un año anunciaron su muerte. No hubo llanto, no recuerdo ninguna emoción o sentimiento, salió de nuestra vida mas no de nuestros recuerdos. Aún es difícil a mis 55 años mirar bajo la cama, no hay miedo, ni rabia, ni tristeza,  él ya no está, pero no quisiera encontrar allí a la niña que fui anclada a su silencio.